19 de diciembre de 2009

Jim y Delia y los Reyes Magos

Tomás Alfaro Drake

Hoy, última entrada antes de Navidad os envío un cuento que es una historia de amor que ocurre en Navidad. Es una historia de amor tierna aunque no empalagosa. Lo que no es, es una historia de Navidad. ¿O sí? Supe de esta historia este verano en la boda de mi hijo Pedro. La boda la ofició otro hijo mío, Rodrigo, que es sacerdote. En la homilía, hablando de la maravilla del amor humano, contó brevemente una deliciosa historia, citando las fuentes, naturalmente. Resultó que la historia original era un pequeño relato de un escritor americano poco conocido, al menos para mí, que escribía cuentos cortos firmando con el pseudónimo de O. Henry. Localicé la historia –en internet, como no– y, sea o no de Navidad –que cada uno juzgue al terminar de leer–, me emocionó, razón por la cual la pongo en el blog.

O. Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


EL REGALO DE LOS REYES MAGOS

UN DÓLAR Y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le llamaban “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino, especial y de calidad –algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se puso de pie ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su melena y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la melena de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose la barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

– ¿Quiere comprar mi pelo? –preguntó Delia.
– Compro pelo –dijo Madame. Quítese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

– Veinte dólares –dijo Madame sopesando la masa con manos expertas.
– Démelos inmediatamente –dijo Delia.

¡Oh! Las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar las tiendas en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ninguna tienda había otro regalo como ése. Y ella las había registrado todas. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo –tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor– y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con sus ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.

A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante cimarrón. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata” –se dijo– “antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”

A las siete de la tarde el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo guapa”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

– Jim, mi vida –le gritó– no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan bonito te traigo!
– ¿Te cortaste el pelo? –preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
– Me lo corté y lo vendí –dijo Delia. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

– ¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
– Ya lo ves –dijo Delia. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Noche Buena, mi vida. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno –continuó con una súbita y seria dulzura–, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? –preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia.

Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

– No te equivoques conmigo, Delia –dijo. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.

Porque allí estaban las peinetas –el juego completo de peinetas, una al lado de otra– que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella melena ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

– ¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

– ¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

– ¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

– Delia –le dijo– olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios –maravillosamente sabios– y llevaron regalos al Niño en el pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, de una forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

***

¿Quién –sea casado, soltero, viudo o separado– no tiene alguien –marido, mujer, novio, novia, hijo, padre, hermano, amigo, etc.– con el que pueda ser, en esta Navidad, un verdadero Rey Mago al estilo de Jim y Delia? Se lo deseo de todo corazón a todos los que lean estas líneas. Esta es la parte navideña de la historia. Que en esta Navidad seáis y encontréis este estilo de Rey Mago en alguna persona a la que queráis y que os quiera. Y ya, puestos a hacer de este cuento un auténtico cuento de Navidad, hay una Persona que nos quiere más que ninguna otra en el mundo. Tanto, que siendo Dios, se ha hecho niño para atraernos a Él sin miedo y con confianza. ¿Por qué no, además de esas personas en las que estamos pensando, hacemos de Rey Mago, al estilo de Jim y Delia con este Dios-Niño? Y, más aún, ¿por qué no nos hacemos verdaderos sabios y le dejamos que Él sea para nosotros Jim o Delia, nos regale la cadena del reloj o las peinetas y, además, restaure en nosotros el reloj que la vida nos ha quitado o el pelo que nos ha cortado?

Un abrazo y feliz Navidad.

Tomás

12 de diciembre de 2009

Los maestros de la sospecha

Tomás Alfaro Drake

Con este título, que desde el principio obtuvo un éxito fulgurante, bautizó Paul Ricoeur a Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Aunque ninguno de los tres está ya en el cenit de su fama, sus ideas siguen impregnando subterránea y profundamente el pensamiento moderno occidental. ¿Cual es el común denominador que hizo que Ricoeur los uniera a los tres bajo ese título? ¿De que sospechaban? Sospechaban de la moral, fundamentalmente de la moral cristiana. Para los tres, la moral era una tapadera hipócrita, un disfraz para ocultar las vergüenzas de determinadas tendencias o intereses humanos ocultos y, a menudo, inconfesables. En eso coinciden. Es evidente que su sospecha tiene algo de verdad. Los seres humanos somos una naturaleza caída y es cierto que muchas veces disfrazamos nuestros intereses o tendencias bajo la capa de respetabilidad de la moral. Pero una cosa es constatar ese hecho e intentar purificar nuestro sentido moral de esos lastres y otra muy diferente afirmar categóricamente que TODA moral es SIEMPRE ese disfraz hipócrita del que ellos hablaban. Los tres tienen en común su odio hacia la Iglesia católica, aunque en el caso de Freud podría hablarse más de desprecio que de odios. Dos de ellos –Nietzsche y Frud– tienen en común que en su juventud abrazaron, o estuvieron a punto de hacerlo, una fe en Dios que, de haber cristalizado, probablemente hubiera cambiado la historia. Difiere, cada uno de ellos, acerca de cuales son esas tendencias o intereses ocultos que los humanos tapamos con la manta de la moral. Y los tres pecan de un simplismo increíble. Porque cada uno de ellos define una única cosa, con exclusión de cualquier otra, como la causa de ese uso fraudulento de la moral. Ciertamente, las tres causas que apuntan tienen algo de verdad. Pero ni siquiera las tres juntas son capaces de destruir la necesidad de una sólida y pura moral para que la persona y la convivencia social se mantengan en pie. No hay mayor fuente de error que elevar una idea parcial y unidimensional a la categoría de universal. A los tres “maestros de la sospecha” les sería aplicable la frase que dio pie a la entrada anterior de este blog con el título de “Lo complejo y lo complicado; lo simple y lo sencillo”. Esta frase decía: “Es de sabios hacer sencillo lo complicado, pero es de necios hacer simple lo complejo”. Si esta frase es cierta, y creo que lo es, los tres “maestros de la sospecha” caen en el más burdo simplismo y, por tanto, en la necedad. Lo tremendo, sin embargo, es que, en el pensamiento colectivo occidental, tanto entre personas que no saben apenas nada de ninguno de los tres, como entre eruditos de vasta cultura políticamente correcta, esa sospecha ha calado tan hondo que se ha convertido en certidumbre. Y de ahí se ha derivado, en gran parte, el rechazo ce cualquier tipo de moral, el relativismo y el nihilismo que impregna a nuestra sociedad. A continuación analizo la causa de la sospecha de cada uno de los tres y sus consecuencias.

Karl Marx (1818-1883)

Para Marx, la moral no era sino la tapadera para justificar el dominio de una clase sobre la otra. El simplismo de Marx es flagrante y puede resumirse en una frase, sobre la que toda su obra no es sino variaciones sobre el mismo monótono tema. “La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”. Ahí es nada. Nada menos que toda la historia de la humanidad, con sus grandezas y mezquindades, con su bondad impresionante a veces y su vesania espeluznante otras, con su heroísmo y su cobardía, con sus logros y sus fracasos, con sus civilizaciones que nacen y mueren, con sus expresiones artísticas, filosóficas, científicas, con sus anhelos y frustraciones, con su creatividad y su monotonía, todo eso, se puede encapsular en la lucha de clases. Punto. Hace poco he publicado una serie de entradas sobre la filosofia de la historia de Arnold J. Toynbee. No hablé en esa serie de la crítica que se hace a si mismo Toynbee en el último tomo de su obra en el que se lamenta de que, tal vez, en su análisis haya sido demasiado simple. Y ciertamente lo ha sido, necesariamente, un poco, porque para aprehender la realidad es siempre necesario simplificarla. Toynbee lo hizo y se lamentaba de esa simplificación tan inteligente y sutil como necesaria. Marx jamás tuvo ojos para ver su burdo simplismo y, desde luego, jamás tuvo la honestidad de lamentarse de ello. Se atrevió, incluso, a llamar a su simplismo “socialismo científico”. Esa es otra diferencia entre un sabio y un necio. Por tanto, para Marx, TODA la moral es un constructo –una superestructura, diría Marx en su jerga pseudocientífica– de la clase dominante para mantener su dominio. Y, claro, la religión en general y la Iglesia católica en especial son los andamios sobre los que se sustenta todo el tinglado. “La religión es el opio del pueblo” es otra de sus simplistas y lapidarias frases. Claro, para justificar esto hay que deformar la realidad a martillazos, en una ideología ciega y estúpida como lo es el marxismo. Ideología ciega y estúpida que, sin embargo, ha conseguido arrastrar a una buena parte de la humanidad al desastre, que ha negado la libertad y la dignidad a miles de millones de personas y en cuyo altar idolátrico se han sacrificado a millones de seres humanos. Si este simplismo fuese solamente una necedad, daría risa. Pero la necedad del simplismo da lugar muy a menudo a desastres humanos. Marx, desde luego, logro el record de uno de los mayores desastres de la historia.

Friedrich Nietzsche (1884-1900)

El simplismo de Nietzsche es diametralmente opuesto al de Marx. Para Nietzsche, es la conjura de los mediocres, de los “inferiores”, la que “diseña” una moral de débiles para coartar al magnífico superhombre. Entre los mediocres están las que para él representan razas inferiores, negros, gitanos y, sobre todo, judíos. En esa estrategia de la mediocridad, Nietzsche pone muy en primer plano al cristianismo, que no es, para él, más que una jugada maestra de los miserables judíos para engañar al mundo. En su revisión de la moral, socialismo y cristianismo van de la mano en esa moral de la mediocridad impuesta al superhombre que, naturalmente, es la raza aria. Para que no parezca que cargo las tintas por mi cuenta, ahí van algunas perlas cultivadas de las últimas obras de Nietzsche que me liberarán de hacer muchos más comentarios sobre su pensamiento.

“Ese Jesús de Nazaret, evangelio vivo del amor, ese “redentor” que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores –¿acaso no era precisamente la seducción de la manera más inquietante e irresistible, la seducción y el extravío hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel el último objetivo de su deseo sublime de venganza, precisamente en virtud del rodeo de ese “redentor”, de ese enemigo y liquidador aparente de Israel? ¿No forma parte de la escondida magia negra de una política auténticamente grande de la venganza, de una venganza de altos vuelos, clandestina, de progreso pausado, calculada, el que Israel mismo negara y clavara en la cruz ante todo el mundo, como si fuera su enemigo mortal, al verdadero instrumento de su venganza, a fin de que “todo el mundo”, o sea, todos los enemigos de Israel, mordieran el cebo sin sospecharlo?” La genealogía de la moral. (1,8).

“No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado con él, pesa sobre ellas una maldición”.
Anticristo (19)

“Tal vez entonces [en el pasado] el dolor no hiciera tanto daño como ahora; por lo menos podrá llegar a esa conclusión un médico que haya tratado a negros (tomando a éstos como representantes del hombre prehistórico) –algunos casos de graves inflamaciones internas abocan hasta las puertas de la desesperación al mejor constituido de los europeos; pero a los negros no los abocan”. La genealogía de la moral (2,7).

“¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien al ponerse los guantes cuando lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos “primeros cristianos”. Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos... Ni los unos ni los otros huelen bien”. Anticristo (46)

“El orden de castas, la jerarquía, se limita a formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad, para la posibilitación de tipos superiores y supremos –la desigualdad de derechos es la condición primera para que llegue a haber derechos... ¿A quién es a quien yo más odio, entre la morralla de hoy? A la morralla de los socialistas, a los apóstoles de los chandalas, que con su diminuto ser arruinan el instinto, el placer, el sentimiento de satisfacción del obrero... La injusticia no está nunca en los derechos desiguales, sino en exigir derechos “iguales”... El anarquista y el cristiano son de una misma procedencia...”. Anticristo (57)

“Hasta ahora no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera lo contrario? [...] Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado con malos ojos sus inclinaciones naturales, de modo que han acabado con asociarse con la mala conciencia. Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural”.

“Mi nombre estará un día ligado al recuerdo de una crisis como jamás hubo sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una voluntad que se proclama contraria a todo lo que hasta ahora se había creído, pedido y consagrado. No soy un hombre. Soy una carga de dinamita”.


Ciertamente, el nombre de Nietzsche está ligado al nazismo. Ese es el fruto de su moral revisada. Esa es su carga de dinamita. En un vano intento de separar a Nietzsche, pensador de gran utilidad para atacar al cristianismo, de la barbarie que se desprenden de estas frases, se ha intentado decir que fue su pérfida hermana la que era racista y la que manipuló su obra. Nada más absurdo. Lo anterior es Nietsche en estado puro. Dios ha muerto, proclamó Nietsche a los cuatro vientos como conclusión de su revisión de la moral. Lo cierto es que él no pudo soportar su moral revisada y, un buen día se abrazó llorando al cuello de un caballo que estaba siendo golpeado por no poder llevar su pesada carga. El pobre, terminó sus días en un manicomio. Pero su conclusión de la muerte de Dios, sigue envenenando una mala parte del pensamiento moderno occidental. No sabemos nada, al menos yo, de la fe juvenil de Karl Marx, pero Nietzsche sí nos dejó, en sus escritos juveniles una muestra de su fe.

“Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como tempestad sacudas mi vida, ¡Tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte y también servirte”.

¿Cómo hubiese sido el mundo si Nietzsche hubiese conservado su fe juvenil? ¡Quién lo sabe! Sin embargo, yo me atrevería a apostar que hubiese sido mejor. Pero tal vez ese destello de misericordia, aunque fuese hacia un pobre caballo en vez de hacia un ser humano y esa llamada que Nietzsche esperaba de joven, le hiciesen alcanzar la misericordia del Dios al que en su edad adulta había intentado matar por parecerle excesivamente misericordioso. Ojalá.

Sigmund Freud (1856-1939)

Freud es también otro burdo simplificador. Sus sospechas sobre la moral provienen de que ve exclusivamente en ella una tapadera para encubrir las pulsiones sexuales. Si en Marx y en Nietzsche sus sospechas venían de imposiciones sociales a la moral, en Freud, su sospecha proviene de un simplismo antropológico. Para él, el hombre es sólo el campo de batalla de y contra esas pulsiones sexuales y la moral es, por tanto, el disfraz para camuflarlas o excluirlas. Sería absurdo negar que esas pulsiones existan en el ser humano. Pero de ahí a decir que el hombre es esas pulsiones, hay un abismo de simpleza. Sería absurdo negar que hay desviaciones del código moral que buscan encubrir esas pulsiones, pero decir que el encauzamiento de las mismas es hipocresía y represión hay otro abismo de simpleza. Ciertamente que Freud no pretendía que la moral eliminase todo encauzamiento de las mismas, pero lo que sí es cierto es que su pensamiento ha derivado, al entrar en contacto con la realidad, en lo que ha dado en llamarse la liberación de los tabús sexuales y de ahí se ha acuñado el término de la “liberación sexual”. Creo que esa “liberación sexual” de la mano del relativismo y de los anticonceptivos, ha degenerado en “irresponsabilidad sexual”. En algún sitio he leído que debería construirse en alguna parte una estatua, gemela a la de la Libertad que fuese la estatua de la Responsabilidad. Si esa iniciativa se llevase a cabo, podría contar con mi aportación. Se pretende que el psicoanálisis, creación de Freud, nos libera de esa represión y nos hace más libres y felices. Pero es mentira. Generalmente lo que crea el psicoanálisis es una dependencia del paciente respecto al psicoanalista que puede durar decenios, incluso toda la vida, pero que rarísimamente acaba con la curación del paciente. A veces, no pocas, es el propio psicoanalista quien crea fantasmas en la mente de sus pacientes, haciéndoles ver complejos de Edipo inexistentes o convenciéndoles de traumas infantiles que jamás existieron e incitándoles, para curarse, a “liberarse” de los “tabús” sexuales. Sería simplista por mi parte decir que es siempre así, pero, ciertamente, es muy corriente. De hecho modernas investigaciones muestran que gran parte de los casos presentados por Freud como éxitos terapéuticos eran, sencilla y llanamente, mentiras, y que en muchos casos él mismo inducía las obsesiones en sus pacientes. Próximamente publicaré en este blog algo en este sentido.

Pero dejemos temporalmente de lado la falacia de Freud y vayamos a la famosa “liberación sexual” que su simplismo moral ha desatado. El pensamiento políticamente correcto ve en esta “liberación sexual” un gran bien para la humanidad. No digo, entiéndaseme bien, que no hubiese cierta hipocresía en una moral excesivamente centrada en los aspectos sexuales. Pero sí que afirmo que la nueva moral nacida de la revisión freudiana ha traído grandes males a la humanidad, mal que les pese a los que se llaman a sí mismos progresistas. Esa nueva moral, ha traído de la mano una ingente cantidad de embarazos de adolescentes, casi de niñas, que acaban en abortos. La escalofriante cifra de abortos de nuestro mundo occidental –millones cada año–, es una muestra de ello. En su mayoría son abortos realizados en mujeres muy jóvenes, casi niñas y, muy a menudo, con reincidencia. Y los traumas que deja un aborto en cualquier mujer, máxime si es una adolescente, son, digan lo que digan quienes intentan presentar el aborto como un logro, escalofriantes. Como muestra un botón. El índice de suicidios entre mujeres que han abortado multiplica por en varios grados de magnitud el promedio.

Pero con todo lo terrible que es el panorama del aborto, casi peor es una de las consecuencias de esa “liberación sexual”, ayudada por el relativismo moral, por el propio aborto, por los medios anticonceptivos y por las facilidades del progresista “divorcio exprés”. Me refiero a lo que ya se ha bautizado con el nombre de “invierno demográfico”. En efecto la “irresponsabilidad sexual”, creada por el uso irresponsable e incorrecto de los contraceptivos, lleva a embarazos no deseados y éstos al aborto. Y, por otro lado, parece razonable que la inseguridad matrimonial, junto con otras causas, sea un freno a la procreación. Es muy políticamente correcto hablar del cambio climático, que está por ver que sea cierto[1]. Se habla mucho del llamado “invierno nuclear” que, aseguran, haría desaparecer la vida del planeta si se produjese una guerra nuclear. Ojalá nunca comprobemos si se produciría semejante “invierno nuclear”. Pero si alguien habla del “invierno demográfico” se le tacha inmediatamente de retrógrado. Y sin embargo, ya estamos entrando en él, si no estamos ya de pleno en ese invierno. Occidente tiene el dudoso honor de estar en tasas demográficas negativas en muchos de sus países más “avanzados”. En este tema España se lleva la palma. Ojalá fuésemos pioneros en cosas que creasen más progreso real que esto. Porque cuando nuestros jóvenes lleguen a viejos, no habrá sistema de prestaciones sociales que les pueda mantener. Los pobres que entonces sean jóvenes, se verán abrumados por una ingente cantidad de viejos a los que no podrán mantener. De hecho, nuestros sistemas de previsión social ya estarían en quiebra si no fuese por la inmigración. Pero la inmigración proviene de la falta de desarrollo de los países de origen de la misma. Si se actuase como es debido para fomentar ese desarrollo, la corriente inmigratoria cesaría inmediatamente y occidente colapsaría. Pero, al mismo tiempo, esa sangría, que produce en los países en desarrollo la fuga masiva de mano de obra joven, es un freno para su desarrollo, condenándoles injustamente a seguir en su situación. Pero esta injusticia, a la larga, también colapsará a la burbuja de bienestar de occidente. Por tanto, el mundo desarrollado se ve entre estas nuevas Scilla y Caribdis. Y todo esto por el “invierno demográfico” en el que estamos, en gran parte, gracias a Freud y a su revisión de la moral. La humanidad parece haber superado, no sin muchos millones de muertos, el comunismo y el nazismo, hijos de la revisión moral de los dos primeros maestros de la sospecha. No está claro que vaya a ser capaz de superar las consecuencias de esta última revisión de la moral. Sólo con la ayuda de Dios podremos. Todo podría haber sido distinto si el joven Freud hubiese tenido un poco más de honestidad intelectual. Efectivamente, en su primer año de universidad en Viena, en 1873, Freud tuvo como profesor a Franz Bentrano. Oigamos lo que le escribe en varias cartas, a lo largo de unos meses, a su amigo Eduard Silverstein[2]:

“Yo, un impío estudiante de medicina y empírico, asisto a dos cursos de filosofía… Uno de los cursos –¡escucha y maravíllate!– trata de la existencia de Dios y el profesor Brentano, que lo da, es un hombre magnífico, un sabio y filósofo, a pesar de que considera necesario apoyar con sus razones esta existencia etérea de Dios. [...]. De este hombre extraño (es creyente, teólogo… y una gran persona, muy inteligente, casi diría genial) y en muchos aspectos ideal, te contaré algunas cosas de viva voz. [...]. No he escapado a su influencia, no soy capaz de refutar un simple argumento teísta, que es la culminación de sus disquisiciones… Demuestra a Dios con tan poco partidismo y con tanta exactitud como otro demostraría la excelencia de la teoría ondulatoria frente a la de emisión. [...].Evidentemente sólo soy un teísta a la fuerza porque soy lo bastante honesto como para reconocer mi indefensión ante su argumento, pero no tengo intenciones de darme por vencido tan rápida o completamente. De momento he dejado de ser materialista, pero todavía no soy aún teísta. [...]. El mal, en especial para mí, consiste en que precisamente las ciencias naturales parecen reivindicar a Dios”.

No pudo ser. Los prejuicios del joven Freud pudieron más que su honestidad intelectual. Pero, como en el caso de Nietzsche, cabe preguntarse cómo hubiera sido el mundo si hubiese dejado que su razón se impusiese a sus prejuicios. Y, como en ese caso, me atrevería a decir también que hubiera sido mejor.

Esta es la enorme deuda que la humanidad tiene con los maestros de la sospecha. Millones de muertos –abortos incluidos– y, si Dios no lo remedia, un mundo yermo, asolado por el nihilismo, el relativismo moral y el “invierno demográfico”. Sin embargo, aunque Marx parece estar en decadencia, Nietzsche y Freud gozan de una excelente salud y hay una inmensa manipulación orquestada para mantener en pie su prestigio, negando el nazismo del primero o mirándolo como un “pecadillo menor” y tapándose los ojos ante el fraude del segundo y sus consecuencias. Y creo que la causa de esta defensa a ultranza es un ataque solapado a la religión y a la Iglesia católica que no repara en las armas que haya que usar. No me hago ilusiones de que esta denuncia mía vaya a tener mucha repercusión, pero me moriría si no la hiciese, aunque muchos me llamen retrógrado. Pido a quien lo lea y le parezca oportuno, que le dé la máxima difusión. Como he dicho antes, próximamente publicaré en este blog algo sobre las mentiras de Freud.

[1] En días pasados, se han descubierto unos e-mails cruzados entre científicos del IPCC (International Panel of Climatic Change) en el que parece que hay un fraude para falsear los estudios científicos sobre el cambio climático, acentuando su gravedad y silenciando los de los científicos escépticos al respecto. En uno de los e-mails, puede leerse: “Kevin y yo (Phil Jones) nos las arreglaremos para dejarlos fuera de alguna manera (a los estudios de los escépticos). Incluso si tenemos que redefinir las normas de revisión científica”. Los periodistas no han tardado en bautizar este affair con el nombre de Climategeate. De momento, la ONU va a abrrir una investigación al respecto. Veremos en qué acaba. No es de otra manera como se procede con las corrientes progresistas como la sedicente “liberación sexual” y con la creación del mito de Freud. Para más detalles sobre Climategate, véase el diario “El mundo” del sábado 5 de Diciembre en la página 35.

[2] S. Freud, Cartas de juventud. Con correspondencia en español inédita, Gedisa, Barcelona 1992 (trad. Ángela Ackerman Pilári. P. 117.

4 de diciembre de 2009

Lo complejo y lo complicado, lo sencillo y lo simple

Tomás Alfaro Drake

Hace tiempo leí una frase, no sé donde, que me dejó un tanto perplejo. La frase decía: “Es de sabios saber hacer sencillo lo complicado, pero es de necios intentar hacer simple lo complejo”. Confieso que, más allá de su aparente ingenio, no la entendí. Pero hace poco leí un libro con el título “Sobre hormigas y personas”, de un amigo mío, Manuel Carneiro. Era un libro sobre la complejidad. Ahí encontré la clave para entender el galimatías de la frase que cito más arriba. Voy a ver si intento aclararlo para después pasar a la “teología”.

Complejidad: La complejidad está en las relaciones. Cada uno de los elementos de un conjunto de cosas relacionadas pueden ser muy simple y, sin embargo el conjunto ser complejo. Y, a pesar de ser complejo, si las relaciones entre ellos son claras y están bien desarrolladas, puede ser sencillo.

Complicación: La complicación está en la falta de claridad, en la confusión. Lo complicado es opaco.

Sencillez: Lo sencillo es claro, se puede percibir de un solo golpe de vista, aunque sea complejo.

Simplicidad: La simplicidad está en la obviedad, en la falta de información, en la tautología inútil, en el A=A.

Una cosa puede ser complicada y simple, lo que la haría la máxima de las estupideces, o ser compleja y sencilla, la máxima de las sabidurías.

Reducir una cosa compleja a simple es necedad. Supone dañar su riqueza a fuerza de simplismo. Intentar clarificar la visión de una relación compleja haciéndola sencilla, es sabiduría.

Me consta que estoy siendo complicado. Para evitar serlo más, dejo ahora mismo de enrollarme. Tal vez una imagen valga más que mil palabras.

Un hilo que se retuerce enrevesadamente una y mil veces sobre si mismo formando una madeja, es un objeto simple presentado de forma complicada. Estirarlo y convertirlo en una recta es hacerlo sencillo. Deshacer nudos es sabiduría. Una red, es compleja. Pretender hacer de ella un hilo unidimensional es una necedad. La red dejaría de ser una red y ya no serviría, por ejemplo, para pesacar. La red puede estar hecha un buruño. Entonces es complicada y compleja. Extenderla en un plano es hacerla sencilla sin que deje por ello de ser compleja. Sigue siendo una red. Cuando los pescadores hacen esto, hacen algo sabio. A una red le pueden sobrar conexiones innecesarias que impidan extenderla. Cortarlas es hacerla más sencilla. Es sabiduría.

Una red tridimensional es más compleja que una normal. Pretender reducirla a un plano es una necedad. Pero si está hecha un buruño y la desenredamos para formar una retícula tridimensional que suspendida sobre sus cuatro vértices superiores cuelgue limpiamente, hacemos sencillo lo complicado. Somos sabios. Podríamos extender este argumento a todas las dimensiones que queramos, pero está fuera de nuestra capacidad mental imaginarnos una red de 83 dimensiones, por ejemplo.

Vuelvo al principio, a la “teología”, entre comillas. Los planes de Dios son una red de infinitas dimensiones. Pretender “aplanarla” en menos dimensiones es necedad. Desplegarla en sus infinitas dimensiones es sabiduría. Pero nosotros, pobres seres humanos, sólo vemos en cuatro dimensiones y, en una de ellas –el tiempo– mal. Intentar “aplanar” los planes de Dios a nuestras cuatro dimensiones es estupidez, desplegarla con claridad en sus infinitas dimensiones es la verdadera sabiduría, pero es imposible para nuestro intelecto en este mundo. La confianza en que los planes de Dios no están embrollados, sino limpiamente extendidos en sus infinitas dimensiones por su Sabiduría, aunque nosotros no los entendamos –¿llamaremos a esto temor de Dios o respeto a Dios?– es la verdadera sabiduría del hombre. Contemplaremos la red extendida limpiamente en sus infinitas dimensiones, en su infinita sencillez, su infinita complejidad y, por qué no, en su infinita belleza, cuando veamos a Dios cara a cara. Entonces diremos, con un maravillado asombro, pensando en todo lo que no entendemos en este mundo: “¡Ah! ¡Claro! ¡Tenía que ser así! ¿Cómo podía no verlo cuando estaba en el mundo? ¿Cómo podía no fiarme de Dios!” Porque ya en este mundo podemos mirar a Cristo que es la respuesta, sencilla y compleja, de todo el sufrimiento que no entendemos. Por eso, cada día intento dejarle ser más ser Dios. “Es preciso que yo mengüe para que Él crezca”[1], dijo san Juan Bautista a los fariseos que intentaban azuzar su envidia contra Cristo porque sus discípulos bautizaban cada vez más y él cada vez menos. Alguien me dijo hace poco: “A Dios puedes pedirle cualquier cosa menos una: explicaciones. Sencillamente porque no las entenderías”. Por eso, cada día intento menos entender a Dios. Cada día, mirando a Cristo, confío más en Él, porque me fío de Él, aunque no lo entienda. Cada día creo más en Él. Cada día confío más en Él. Cada día espero más en Él. Cada día le amo más.

Si he sido complicado, perdonadme, pero he querido hacer hoy esta entrada porque la semana que viene, si Dios quiere, publicaré una sobre los llamados “maestros de la sospecha”; Marx, Nietzsche y Freud, que son los de los más burdos simplificadores de la historia, hasta el punto de destrozar la compleja red multidimensional de la moral cristiana, aplanándola en un simplis Juan 3, 27-30: la respuesta completa del Bautista es: “El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: ‘Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado como su precursor’. La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho al oír su voz. Por eso mi alegría se ha hecho plena. Es preciso que yo mengüe para que él crezca”.mo torpe y unidimensional, hasta hacer de ella una caricatura. Lo asombroso es cómo han engañado a más de medio mundo. Pero, dejo esto para la próxima entrada.

[1]Juan 3, 27-30: la respuesta completa del Bautista es: “El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: ‘Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado como su precursor’. La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho al oír su voz. Por eso mi alegría se ha hecho plena. Es preciso que yo mengüe para que él crezca”.

28 de noviembre de 2009

Desterrado de la realidad

Tomás Alfaro Drake

Publico hoy dos cosas que escribí en tres momentos del tiempo ya un poco lejanos. Una de las cosas que más me gustan de tener este blog, es que me ayuda a resucitar cosas que escribí hace años y que de otra forma caerían tal vez para siempre en el olvido. Y no sólo rescatarlas para í sino, mucho más importante, lanzarlas como una botella con un mensaje al océano para que tal vez, otro náufrago como yo las lea y reavive en él la esperanza, como hacen en mí. La primera parte la empecé el 30 de Junio del 2004 la abandoné a medio acabar y la terminé el 10 de Abril del 2005.

Si hay algo que haya sido negativo para el desarrollo de la civilización occidental, eso ha sido el idealismo. No me refiero, evidentemente, al hecho de que alguien tenga ideales elevados. Me refiero a la corriente filosófica iniciada por el racionalismo de Descartes, continuada por el idealismo de Kant y rematada por Hegel y otros filósofos del siglo XIX.

No es objeto de estas líneas describir esta corriente filosófica ni su génesis, pero sí que considero necesario dar dos pinceladas al respecto. Primero Descartes llegó a la conclusión de que la única vía de adquisición de conocimiento era la razón. Los datos de los sentidos debían ser rechazados por engañosos. Toda la filosofía anterior se había basado en que la vía primera de conocimiento eran los sentidos. Nada hay en la mente humana que no haya pasado antes por los sentidos, afirmaba Aristóteles. Naturalmente, la razón puede elaborar nuevos conocimientos a partir de los datos de la realidad aportados por los sentidos, pero la puerta de entrada del conocimiento a la mente son los sentidos. El otro extremo es el empirismo. Los empiristas sólo admitían los datos de los sentidos como fuente de conocimiento. No creían que la razón pudiese elaborar nada fiable a partir de esos datos. Del racionalismo al idealismo sólo hay un paso. Si sólo la razón puede conocer la realidad y no los sentidos, la realidad externa revelada por los sentidos, podía existir o no existir. El siguiente paso lo dio Kant. En primer lugar negó la existencia real del espacio y el tiempo. No eran realidades externas, sino categorías apriorísticas de nuestra mente que nos ayudaban a organizar la sensibilidad externa –espacio– y la interna –tiempo. Abierta la puerta, sólo había que caminar a través de ella para negar la realidad en sí misma. De ello se encargaron los seguidores de Kant. La realidad no tenía en sí misma existencia o, por lo menos, no existencia cognoscible. La “realidad” era, simplemente un constructo de nuestra mente, sin paralelo en un mundo externo.

He empezado afirmando que el idealismo era una lacra de la civilización occidental porque de aquí se deriva todo tipo de relativismo. Si no hay una realidad fuera de mi mente –o si esta no es cognoscible, tanto da– no puede hablarse de la verdad, sino de mi verdad, de la tuya, de la suya, de la de cada ser humano. Por tanto, tampoco es posible hablar del mal o el bien. Naturalmente, Kant no creía en esta consecuencia lógica de su razonamiento. En su “Crítica de la razón práctica”, elabora, basándose en la necesidad, no en la metafísica –con la que había creído acabar en su “Crítica de la razón pura”– la idea de imperativo categórico como norma moral. Piensa como sería el mundo –viene a decirnos– si todo el mudo actuase como tú lo haces; si crees que si todo el mundo hiciese lo que tú haces, éste sería mejor, tu conducta es moralmente buena, si crees que sería peor, mala. Pero, por muy categórico y bondadoso que sea el imperativo moral kantiano, al no estar basado en ninguna razón de fondo sino en la conveniencia práctica, no hay ninguna razón racional –perdóneseme la redundancia– para aceptarlo. Lo bueno y lo malo serían, en definitiva, meros constructos personales de cada uno. En pura lógica final de este razonamiento, decir que Hitler fue un monstruo de la humanidad, no pasa de ser una ingenuidad. Lo sería para más o menos gente, pero no para él. La bondad sería, como mucho una cuestión de números. Si más gente opina que Hitler era perverso, es que lo era. Pero si hubiese una mayoría que pensase que era bondadoso, lo sería. Si estas ideas se sazonan con un poco de tolerancia mal entendida, ya tenemos un cóctel explosivo. Es cierto que la creencia de estar en posesión de la verdad ha dado lugar a fanatismos a veces terribles. Pero el problema no estriba en la existencia de la verdad, sino en el uso que se hace de ella. La tolerancia basada en que nada es verdad ni mentira y que nada vale más que nada, no es tolerancia, es indiferencia. Lleva a un mundo en el que las personas se toleran como pueden, en el que “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”, al aislamiento del otro, al individualismo extremo y estéril. La convivencia basada en que existe una verdad que hay que descubrir y respetar puede ser, como hemos dicho, víctima del fanatismo, pero si sabe sazonarse de humildad y caridad, da frutos de armonía. Humildad para reconocer que, si bien hay una verdad que hay que buscar, yo no puedo poseerla enteramente y el otro también la posee en algún grado. Caridad para intentar transmitir la verdad que yo pueda poseer como un inapreciable tesoro que si el otro acepta voluntariamente en todo o en parte, nos enriquece tanto a él como a mí. En un mundo así, mi libertad no limita con la libertad de los demás. Mi libertad, y la de los demás, se enriquecen con la verdad, que nos hace libres. Salimos así del miserable plano horizontal de las fronteras de cada uno para elevarnos mutuamente en una nueva dimensión vertical. En palabras de Arnold J. Toynbee, “la tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Pero cambiemos, sólo aparentemente, de tema. Determinados experimentos psicológicos con voluntarios, han demostrado que el aislamiento sensorial lleva, ineludiblemente, a la locura. Si a una persona se le sitúa en una cámara oscura y acústicamente aislada, pronto empieza a dar signos de enajenación. Las imágenes absurdas, los miedos imaginarios, empiezan a convertirse en fantasmas que le acorralan. Creo que todo el mundo ha tenido la experiencia de una noche de insomnio, dando vueltas en la cama mientras imagina situaciones y escenarios catastróficos. Cuando uno se levanta y establece contacto con la realidad, los fantasmas se disipan.

Uno puede darse cuenta con la inteligencia del peligro del idealismo y, a pesar de todo, ser un idealista vital. A veces, bien despiertos, nos encerramos en un aislamiento interior de pensamientos circulares que siempre empiezan y acaban en nosotros mismos desconectándonos de la realidad. En esa situación puede crearse una espiral morbosa del “yo, me, mi, conmigo”. No hay que confundir este solipsismo vital con una sana introspección. Conócete a ti mismo es una buena máxima que requiere de introspección. Pero la sana introspección se diferencia de la morbosa porque la primera hace que uno se analice a sí mismo de acuerdo con la realidad exterior. Si mi conducta crea rechazo generalizado, la sana instrospección me dice que seguramente estoy haciendo algo mal y tengo que buscar la causa. La introspección morbosa echa inmediatamente la culpa a los demás y sigue deleitándose en el laberinto de los círculos concéntricos del solipsismo. En este idealismo vital y reflejo se encuentra la fuente de muchas depresiones. Y sólo hay una forma de salir de la espiral, difícil cuando ya se está en mitad de su remolino, pero muy fácil cuando se sienten las primeras corrientes del mismo.

La terapia consiste en algo tan simple como ver, oír, tocar, oler y degustar con consciencia. Un paseo solipsista por el campo nos deja insensibles. Pero si salimos de nosotros mismos, de nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos y nos fijamos en los mil tonos del otoño, nos deleitamos oyendo la conversación de trinos de los pájaros mientras pasamos nuestras manos por la rugosa superficie del tronco de los árboles, aspiramos el olor a tierra mojada y comemos un fruto ácido que acabamos de coger de un madroño, todo cobra un nuevo sentido. Nuestra mente, estimulada por esa avalancha sensorial, sale de sí misma para encontrarse con la estimulante realidad, la hace suya, la medita, la vive, la reelabora sin dejar de someterse a ella. La creatividad expresiva de Beethoven –el mismo nos lo dice– no tiene otra fuente de inspiración que esa. Los pintores también lo saben. Miran a la realidad con ojos atentos, acarician su cuadro mientras se preguntan qué les está pidiendo. Y los poetas. Incluso las realidades feas, vistas con ojos nuevos, pueden transmutarse. La belleza está en los ojos del que mira, dice un viejo aforismo.

Pero, naturalmente, esto necesita entrenamiento. Un amigo mío me invitó un día al rececho de un jabalí en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en uno de los puntos más altos de la provincia de Ávila. Yo estaba quieto, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, todos llenos de armonía, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Y, realmente, no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Este entrenamiento en percibir la realidad –no me refiero, naturalmente, al jabalí, o no sólo a él– nos hace poetas. De la música, de la pintura, de la poesía propiamente dicha, de cualquier arte. Hace unos meses llegó a mis manos, como guiado por el “azar” un pequeño opúsculo con el contenido de una conferencia de Jean Guitton en la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid en 1995. Leí un texto breve pero luminoso de un hombre de 94 años que desnudaba su alma ante un auditorio de jóvenes. Ante la pregunta de cómo lograba hacer algo bello de la vida cotidiana, decía entre otras cosas:“[...] ¿Qué es la poesía? La poesía es tomar un vaso de agua, que no es nada, y dotar a ese vaso de agua de una especie de valor supremo que es el valor poético. [...] Es tomar una nada y hacer de ella un todo. Es tomar un ser banal y llevarlo al infinito a través de los versos. Eso es lo que hacen en todo momento los grandes poetas. En mi opinión, lo que hacen los poetas es la imagen de lo que deberíamos de hacer cada uno de nosotros cada día con esa vida banal que es la nuestra. [...] ...pido a todo el mundo que despierte la facultad suprema que lleva en sí, y en mi opinión esa facultad es la facultad poética”. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad, debidamente entrenados pueden despertar nuestra facultad poética para ver lo infinito a través de las cosas banales e, incluso, trasmutar la fealdad en belleza.

Hay una criatura banal, una nada, que nos es especialmente próxima y que solemos olvidar con frecuencia, llevados de nuestro idealismo vital. Esa criatura es una parte de nosotros mismos. Es nuestro cuerpo. En realidad, nuestro cuerpo no es una parte de nosotros mismos. Es nosotros mismos. Es cierto que somos cuerpo y alma, pero, a veces esta manera de hablar nos hace creer que cuerpo y alma son dos cosas distintas que están accidentalmente unidas. Y no es verdad. Somos una sola cosa, inextricablemente unida, que es cuerpo-alma. No es accidental que la religión católica crea en la resurrección de la carne al final de los tiempos para volverse a unir al alma y seamos, también en la eternidad, lo que somos en el tiempo. Se habla en nuestros días de una cultura del cuerpo. Y esta cultura puede ser de dos tipos, ambos incorrectos.

El primero supone que somos sólo cuerpo o, en el mejor de los casos, que el cuerpo es lo más importante de nosotros y un vehículo para el éxito personal. Quienes así piensan lo cuidan, a veces torturándolo con ejercicios y con hambre, para mantenerlo en buena forma y que sea un buen instrumento de éxito.

El segundo supone al cuerpo como un tirano al que hay que dar todas las satisfacciones y caprichos que nos pida. El cuerpo me pide fumar, comer, estar siempre en reposo; ¡hágase su voluntad! Ambos procesos pueden fácilmente acabar en la destrucción de la salud.

Sin embargo, no es malo, en la justa medida, cuidar el cuerpo, ni darle ciertas satisfacciones. Ambas cosas son necesarias. Lo importante es sentir ese equilibrio cuerpo y alma. Además de sentir el pálpito de Dios en las cosas, podemos y debemos sentirlo en nuestro propio cuerpo, siendo tan conscientes de él como de nuestros sentidos en un paseo por un bosque de otoño. Y hay un tipo de meditación corporal como la hay espiritual. Podemos, a solas con nosotros mismos, concentrarnos en sentir la relajación de cada parte de nuestro cuerpo, de su absoluto abandono. Lo mismo que el alma manda señales al cuerpo a través del cerebro y las neuronas, hay neuronas que van del cuerpo al cerebro y a la mente, para desde allí, mandar señales al alma. No hay nada nuevo en ello. Si alguien me lee un magnífico poema, comunicándome con su palabra un cálido sentimiento de paz y abandono, las neuronas llevan el sonido de su voz a mi cerebro y allí, misteriosamente, mis neuronas se comunican con mi alma inundándola de paz. Sin embargo hay algo muy especial, que no sabría definir, distinto a la percepción sensorial, en este hacerse consciente del propio cuerpo y escucharle en el silencio. Es como una recuperación de la unidad. Como el encuentro entre dos seres complementarios que se ignoran el uno al otro demasiado a menudo. Hay poesía en hacer de esta criatura banal un todo. Hay oración en ofrecerle a Dios conscientemente ese cuerpo que sentimos como regalo suyo.

Había dicho que era necesario el entrenamiento para encontrarse con la estimulante realidad, hacerla propia, meditarla, vivirla y reelaborarla. Este entrenamiento consiste, únicamente, en ponernos cada día en presencia de la Realidad, de la Belleza radical y absoluta de Dios. Hace poco, leí un libro de Michael O’Brien llamado “Father Elijah –no está traducido al español (Cuando escribí estas líneas no lo estaba, ahora sí lo está, publicado por la editorial Libros Libres, y recomiendo encarecidamente su lectura). En él vi una frase luminosa. “Si dejase de meditar cada día ante mi Dios, olvidaría el gran corazón que palpita a través de todas las cosas, en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de moverme hacia Él. Amaría más a las criaturas que al creador y, al final, dejaría de amar a las criaturas también. No amaría nada ni a nadie”. Sólo el entrenamiento en saber escuchar ese pálpito en las cosas nos permite amarlas de verdad y sacar a la luz la belleza que las habita.

Pero a veces la realidad no es amable, sino hiriente. Sin embargo, lo cierto es que lo que nos hace daño no es tanto la realidad en sí, sino nuestra actitud ante la realidad. En esta vida, lo importante no es lo que nos pasa, sino como vivimos en nuestra mente y en nuestra alma lo que nos pasa. Nadie está blindado contra las desgracias, pero la oración, la contemplación de Dios, el contacto con la realidad, sea ésta como sea, a través de Cristo, nos ayuda a superar sus efectos negativos. Librémonos del idealismo vital. Volvamos a realismo vital. Volvamos a la patria de la realidad de la Creación, de la que nos hemos desterrado nosotros mismos.



En Julio del 2005, tres meses después de escribir lo anterior, me encontré con una cita de la obra “El personalismo” de Emmanuel Mournier, que me vino como anillo al dedo. Dice así:

“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu”.

Este pensamiento rondó por mi cabeza durante unos meses y, por fin acabó plasmándose en lo que que sentí en la oración y escribí el 26 de Noviembre del 2005.



Cada día miro sin ver, escucho sin oír, toco sin sentir, paladeo sin saborear y respiro sin oler. Y no sé lo que me pierdo. Toco con los dedos la página de un libro para pasarla, sin darme cuenta de la maravilla de la textura del papel. Miro por la ventana de mi casa sin fijarme en la magnificencia de los colores. Participo en una conversación, sin fijarme en la sutileza de los sonidos. Doy un sorbo a una copa de vino sin notar la exquisita mezcla de aromas y sabores.

Pero hoy he descubierto un entrenamiento para que esto me ocurra cada vez menos. He descubierto el silencio de los sentidos. Eran las once de la noche. No había nadie en mi casa. Mis hijos habían salido y mi mujer estaba de viaje. Estaba intentando rezar con los ojos cerrados. El silencio era total. ¿Total? De ninguna manera. Levemente, a través de las persianas cerradas y del doble cristal, llegaba a mis oídos el ronroneo lejano de la M-40 que pasa a 500 metros de mi casa. También la nevera, a través de alguna puerta cerrada, bordoneaba lejanamente en otra tonalidad. Me he puesto a escuchar el silencio y lo he encontrado denso y rico. Armonioso. Casi musical. Y me he extasiado en él.

He pensado entonces en hacer lo mismo con los otros sentidos. Y he seguido con el silencio de la vista. Mis ojos cerrados me comunicaban con la negrura. Pero, ¿era realmente negra la negrura? ¡De ninguna manera! Había negros profunda y oscurísimamente azulados, bermellones y verdes. Los separaban líneas de una costa movediza y serpenteante en la que morían olas misteriosas. De vez en cuando, una supernova negra explotaba entre líneas de costa y horizonte, reconfigurando súbitamente el paisaje. Y todo mi yo se ha fundido en eso.

Después, he sentido los pliegues de la camisa tocar mis hombros y mi espalda en distintas partes. Estaba totalmente quieto. No se producía ni el más mínimo rozamiento, pero allí estaba. Un punto de mi espalda notaba el contacto de la camisa y el de al lado no. Pero se contaban entre ellos sus impresiones de presión o libertad. Y yo oía los ecos de su conversación. Y me he sentido agradecido, sin saber a quién o a qué.

Entonces he apretado la lengua contra el paladar. Inmediatamente, mis glándulas salivares han cumplido su función inundándome la boca. He tragado la saliva que resbalaba entre mi lengua y mi paladar y he chasqueado la una contra el otro. Así, he sentido el sabor que envuelve todos los sabores que podemos paladear. Y me han entrado ganas de llorar de alegría.

Luego he inspirado larga y repetidamente por la nariz. Al principio no olía nada. Pero a cada inspiración he empezado a percibir nítidamente el olor del aire. Dicen que es inodoro, pero no es verdad. Sólo es inodoro para el que no sabe olerlo. Tiene un olor tenue y suave que no puede compararse con ningún otro, pero que a todos presta su soporte. Y he creído llegar a la esencia de mí mismo.

Todas esas sensaciones son las que, sin darnos cuenta, nuestro cerebro resta del conjunto, las descuenta, las anula. Y nos las perdemos para siempre. Nos acostumbramos a no tenerlas y nos parece que no las necesitamos. Yo las he recogido hoy todas y he hecho con ellas una mezcla exquisita. Casi una sinfonía múltiple. Y he dado gracias a Dios por ella. A fin de cuentas, estaba rezando.

Entonces he pensado que, a veces, en nuestra vida, nos pasa lo mismo con Dios. Él nos regala la esencia de las cosas, las envuelve y nos las ofrece. Y nosotros las tomamos olvidándonos de la mano que nos las da. Y creemos que no le necesitamos. Y nos lo perdemos. Nos perdemos lo más bello de la vida sin darnos cuenta. Porque la belleza de las cosas procede de la Belleza de quien nos las ofrece. Y creemos que no le necesitamos. Concédeme, Señor, apreciar siempre el silencio de los sentidos al fondo de todas mis percepciones y tu silencio pleno, rico, profundo, al fondo de todas las cosas. Y que no pueda vivir sin él. Y que la sed de él me lleve a buscarlo. Y que él me lleve a ti.

22 de noviembre de 2009

La Revolución Francesa, ¿gloria de la humanidad?

Tomás Alfaro Drake

Nunca ha dejado de asombrarme el prestigio del que goza la revolución francesa en el mundo moderno. Creo que se debe a una mezcla de propaganda chauvinista francesa y de ignorancia de la gente. Tal vez, convenga empezar por dar algunas cifras. En la apoteosis de esa revolución, en los años llamados de “El terror”, entre el 5 de Noviembre de 1993 y el 27 de Julio de 1794, en tan sólo 325 días fueron guillotinadas entre 20.000 y 40.000 personas juzgadas por los así llamados tribunales revolucionarios, que eran, en realidad, tribunales de represión y venganza política sin la más mínima seguridad jurídica ni la menor garantía procesal. Parlamentarios girondinos y de cualquier oposición a los jacobinos –como Danton, uno de los santones de la Revolución–, campesinos que escondían sus bienes para evitar la requisa gubernamental que les condenaba a la hambruna, jóvenes que intentaban evitar la leva obligatoria para ir a la guerra, soldados que no demostraban ante sus jefes el deseado coraje, desertores, ciudadanos sospechosos de actividades antirrevolucionarias, fuese eso lo que fuese, denunciados anónimamente, todos eran carne para los tribunales revolucionarios que veían decenas de casos al día y sentían una morbosa sensación de patriotismo en cada condena a muerte. Nadie estaba a salvo. Esos tribunales eran, a su vez, estrechamente vigilados por el llamado Comité de Salvación Pública, –el nombre no deja de parecer una macabra ironía-, dirigido por Robespierre, que supervisaba su pureza revolucionaria medida por su número de condenas. La cifra de guillotinados es así de vaga, entre 20.000 y 40.000 porque no se llevaban actas de los juicios sumarísimos que se realizaban. ¿Para qué perder el tiempo? Tal vez este número no impresione a algunos, pero si dividimos el número de muertos por el de días de “el terror”, la cifra resultante es de 92 al día que, si suponemos que las guillotinas funcionaban 12 horas diarias, supone una ejecución cada ocho minutos. Si no se guillotinó a más gente fue porque no dio tiempo.

Pero lo que no daba tiempo a hacer con la guillotina, si se logró con la represión. Efectivamente, una feroz represión militar se desencadenó sobre ciudades y regiones enteras que se rebelaron contra el atropello y la barbarie de la revolución. En la La Vendée, cerca de Bretaña la represión militar acabó con más de 100.000 personas, hombres mujeres y niños, muchos de ellos ahogados en masa en el Loira. En diciembre de 1793, el general jacobino Westermann –que había mandado las doce heroicas columnas de la fraternal república que se conocen con el nombre de “los infernales”– se jactaba de esta forma ante la Convención de su hazaña represiva en esta región: “La Vendée ha dejado de existir. Ha muerto bajo nuestros sables, con sus mujeres y sus niños. He aplastado a las mujeres con los cascos de mis caballos, he masacrado a las mujeres, que no podrán engendrar más bandidos. No tengo nada que reprocharme por no haber hecho prisioneros. Los he exterminado a todos. Los caminos están diseminados de cadáveres. Hay tantos que en muchos lugares forman una pirámide”.

Burdeos, Lyon, Marsella, Caen y otras ciudades girondinas que se revelaron contra la tiranía, sufrieron en sus propias carnes una brutal y sangrienta represión. No se sabe a ciencia cierta cuantos muertos hubo en ella, pero esta frase de Robespierre nos puede dar una idea aproximada: “Lyon se ha rebelado contra la libertad, Lyon ya no existe”. Argumento de una lógica implacable.

Cerca de 750.000 soldados fueron reclutados forzosamente para llevar esa maravillosa libertad al resto del mundo. Naturalmente había que liberar a los pueblos de las tiranías opresoras. Y si, de paso, se los saqueaba para financiar la bancarrota de la revolución, pues no hay mal que por bien no venga. La eficacia militar de los ejércitos revolucionarios se basaba también en el terror. El soldado que no demostraba suficiente coraje en el combate, a juicio de sus jefes revolucionarios, era guillotinado. Se inventó así una práctica que sería usada también con gran éxito en el ejército soviético: el comisariado político. La guerra había sido durante el siglo XVIII, tras la terrible Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, una especie de sangriento juego de ajedrez de familia. Los distintos soberanos de Europa, casi todos emparentados, se enfrentaban con sus ejércitos procurando que las inevitables bajas fueran las menos posibles. Con la revolución francesa volvió a convertirse en una carnicería. Al fin y al cabo, en el catecismo laico de Robespierre –del que hablaré más adelante– se decía en sus primeros artículos que el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia –hay justicias y justicias– eran algunos de los deberes para con el Ser Supremo. Robespierre no era, pues, más que un fiel servidor de ese dios que se había inventado.

Este benefactor de la humanidad, inventor del benéfico Comité de Salvación Pública, fue, a su vez, guillotinado el 27 de Julio de 1794. No lo fue como un acto de justicia, sino por el miedo de todos los políticos franceses de cualquier ideología a ser inmolados a su Ser Supremo y por el odio acumulado contra él. Para los anales de la historia, este periodo de 325 días ha quedado marcado con el nombre de “El Terror”, por antonomasia. Pero aunque estos 325 días de “El Terror” marcan un hito de crueldad y de vesania en la historia de la humanidad, la terrible cadena de muertes de la revolución es anterior y posterior a este macabro periodo.

Después de Robespierre, bajo el Directorio, se puso de moda una nueva forma de matar: la deportación a la Guayana francesa. Los deportados esperaban durante meses su turno de embarcar, en las condiciones más terribles que se pueda imaginar. Morían como chinches. Cuando por fin embarcaban, era para morir en el viaje. Era casi imposible sobrevivir a la travesía. Había barcos en los que morían más del 90% de los deportados.

Conviene tal vez retroceder un poco en la historia y ver cómo fue gracias a la Iglesia por lo que fue posible el inicio de una revolución que, en sus primeros compases, pretendía tan sólo ser un medio para conseguir una mejora de las condiciones de vida para el pueblo. Efectivamente, para eso, en 1789, Luis XVI convocó los Estados Generales. En ellos había tres tercios, el de la nobleza, el del alto clero y el de la burguesía. Lo primero que se hizo fue votar si las decisiones se debían tomar, como siempre se había hecho, por estamentos –es decir, que cada tercio representase un voto–, o, por el contrario, por voto personal –que cada miembro de los Estados Generales tuviese un voto. En el tercio de la nobleza, aunque había nobles contrarios, la mayoría se decantaba por el sistema tradicional –un estamento, un voto. En el tercio del alto clero, parecía que ocurría lo mismo, mientras que en el tercio de la burguesía, en el que había también una buena parte del bajo clero, la mayoría se decantaba por el sistema de voto personal. Como esa primera votación se hacía por estamentos, parecía que el resultado iba a ser el de siempre, un dominio de los dos tercios de la nobleza y del alto clero. Pero he aquí que, contra todo pronóstico, el tercio del alto clero, se decantó por el voto personal, abriendo de esta forma la puerta a las ansiadas reformas.

Uno de los primeros actos heroicos de la recién estrenada revolución fue la gloriosa toma de la Bastilla. La realidad es que no fue sino un episodio tan grotesco como terrible. Allí había sólo tres presos: un sádico, encerrado por su propia familia, y dos falsificadores. Los falsificadores se esfumaron en cuanto les liberaron, pero el sádico se convirtió en un héroe de la libertad que era exhibido por toda Francia como tal. La guarnición que custodiaba a esta enorme y atroz cantidad de presos, estaba formada por unos cuantos ancianos e inválidos que abrieron las puertas a los libertadores tan pronto como llegaron. Pero éstos los masacraron valientemente y pasearon por las calles de París la cabeza del oficial al mando clavada en una pica como muestra de su hazaña. Todavía hoy se celebra el 14 de Julio, aniversario de la heroica toma de la Bastilla, la terrible fortaleza de la represión, llena de presos políticos, como el día de la gran fiesta nacional francesa que conmemora la gloriosa revolución.

Tras estos inicios, la moderación duró muy poco. Y el primer chivo expiatorio que se eligió fue, naturalmente, la Iglesia, que había abierto la puerta a esas reformas. Se obligó a los obispos y sacerdotes a abjurar de su pertenencia a la Iglesia Católica y a doblegarse completamente al Estado, en desobediencia al Papa. Los obispos y sacerdotes que así lo hicieron se llamaban constitucionales o juramentados. Los que, manteniéndose fieles a la Iglesia, no lo hicieron, eran los refractarios. Esta lección fue aprendida y practicada unos siglos más tarde por el partido comunista chino al crear la iglesia patriótica china. Los sacerdotes refractarios franceses tuvieron que huir de su país o fueron perseguidos y asesinados como perros rabiosos. Algunos se quedaron en Francia, ejerciendo heroica y secretamente su ministerio sacerdotal auténtico, a riesgo de sus vidas. Pero unos años más tarde la revolución dio otra vuelta a la tuerca que afectó a los curas juramentados a los que de nada valió su lealtad a la revolución. Prefiero citar las palabras de un gran historiador francés, Pierre Gaxote, que, libre de chauvinismo, ve la revolución francesa bajo la óptica de los hechos. Quizá sea una cita un poco extensa, pero creo que merece la pena, porque no tiene desperdicio.

“La iglesia refractaria había desaparecido, pero subsistía la iglesia constitucional. Mientras se consideró al clero ortodoxo como peligroso, el clero constitucional se vio colmado de favores por parte del Gobierno; pero en cuanto se dispersó aquél, le tocó la vez al otro de representar al fanatismo y la reacción. ¿Tan grande es la diferencia –se decían– entre los curas antiguos y los nuevos? Cierto que estos son elegidos y prestan un juramento, pero, a fin de cuentas, ¿no enseñan los mismos dogmas que sus predecesores [...]. Iba ya siendo hora de abatir esta ‘orgullosa casta’ estos ‘cultos supersticiosos e hipócritas’, estos ‘druidas rebeldes’, dedicados a una vida que era un ‘ultraje a la naturaleza’. [...] ha ordenado a los curas casarse, ha prohibido que vistan el hábito religioso fuera de las iglesias, ha presidido la destrucción de las cruces, estatuas y otros signos exteriores que se encontraban en los caminos, en las plazas y en los sitios públicos, y ha hecho, por último, grabar sobre las puertas de todos los cementerios la célebre inscripción: ‘La muerte es un sueño eterno’, lo que equivale a cerrar el paraíso, el purgatorio y el infierno por disposición gubernativa. [...] ha sometido a una policía especial a todo ‘sacerdote, suizo, sacristán o cosa análoga’, ha encerrado a los sacerdotes de edad en una prisión y ha reservado la catedral de Amiens para las fiestas cívicas. El procurador-síndico de la Commune parisiense, Chaumette, era tan hostil a cuanto conservase una huella de religión, que había cambiado sus nombres de pila, Pedro Gaspar, por el de Anaxágoras [...] prohibió, el 16 de octubre de 1793, todo ejercicio exterior del culto; el 23 ordenó a la desaparición de todas las cruces e imágenes religiosas; el 6 de noviembre conminó al arzobispo (juramentado) Gobel a que se presentase en el Ayuntamiento para hacer allí solemne abjuración de la religión católica. Gobel se resistió. ‘Haz lo que quieras –le replico Hébert, que, a su vez, también acabaría en la guillotina–, pero si mañana no has abjurado, seréis sacrificados tú y tus compañeros’. Acabaron por llegar a un acuerdo. La Commune admitió que Gobel no renegase explícitamente de sus creencias y, por su parte, Gobel consintió en abdicar de sus funciones episcopales. El día señalado se presentó en el Ayuntamiento [...]. Chaumette recibió a la comitiva con un discurso filosófico, y todos juntos se pusieron luego en marcha hacia el Louvre [...]. A la altura del puente Nuevo, la procesión fue acogida con gritos de: ‘¡Abajo el solideo!’ Chaumette se interpuso: ‘No, amigos míos –dijo dirigiéndose a los transeúntes–; estos son unos eclesiásticos virtuosos que van a desacerdotarse a la Convención’. Se produjo entonces un concierto de gritos, aplausos y bromas ordinarias que ya no cesó hasta la entrada en las Tullerías. Aún allí, tuvo Gobel que oír dos o tres discursos dirigidos a la gloria del culto del porvenir: el culto de la razón; luego fue invitado a leer la fórmula de sumisión y a dejar sobre la mesa su cruz pectoral y su anillo. Hecho esto, los eclesiásticos que le habían acompañado lo imitaron y lo mismo los que tomaban asiento como diputados en los bancos de la Asamblea: entre otros Lindet, obispo de l’Eure y Gay-Vernon, obispo de Alta Saboya, sin contar con un ministro protestante, Julien, (de Touluse), que renegó del evangelio como los otros del catolicismo. Sólo uno se resistió, Gregoire, obispo de Loir et Cher”.

“La cosa parecía bien encarrilada: Chaumette se apresuró a organizar una nueva manifestación. Tres días bastaron para prepararlo todo y el 10 de noviembre la Razón hizo su entrada en Nôtre Dame. [...] A la cabeza, las autoridades del departamento y de la Commune; detrás, los músicos y cantores, y para cerrar la marcha, muchachas vestidas de blanco y ceñidas con bandas tricolores. En el interior de la catedral se había levantado una montaña de cartón, coronada por un templo griego [...]. En torno, antorchas y bustos: Voltaire, Rousseau, Franklin. Hubo discursos, cantos, música. Las muchachas se encaramaron a la montaña y del templo griego salió una artista de la Ópera que representaba a la Razón. [...] Chaumette anunció que el fanatismo no había podido soportar el brillo de la verdadera luz. El presidente Laloy anatematizó fieramente a la hidra de la superstición. [...] la antorcha de la verdad iluminó las tinieblas, las trompetas resonaron bajo las bóvedas, las muchachas vestidas de blanco escalaron [...] la montaña de cartón [...]; Chaumette cantó a la Naturaleza, la Justicia y la Verdad con un nuevo discurso; y todos se separaron un poco cansados”
.

Unos días antes, la Convención había votado la adopción de un nuevo calendario “que señalaba como punto de partida de la era de los franceses el 22 de septiembre de 1792. [...] Cada año había de dividirse en doce meses [por supuesto, los nombres de los meses se cambiaron para que no recordasen en nada al pasado], cada mes de tres décadas, cada década en diez días. Los cinco o seis días que dejaban de computarse con este cálculo se agrupaban al final de año, bajo el nombre de días complementarios o sansculottides. ‘¿Para qué sirve vuestro calendario?’, había preguntado Gregoire al ponente Romme. Y éste había contestado: ‘Para suprimir el domingo’. Suprimir el domingo, los santos, las iglesias, la religión, el Clero, Dios; este fue el nuevo programa hebertista”.

No había transcurrido ni nueve meses de esta grotesca deificación de una cantante de Ópera como la diosa Razón, cuando “Robespierre dio en pensar que había llegado el momento de construir la religión republicana sobre las ruinas de las supersticiones antiguas”.

“El 7 de Junio de 1794, pronunciaba en la Convención un discurso muy estudiado sobre las relaciones entre las ideas morales y los principios republicanos. El fundamento de la sociedad, decía, es sustancialmente la moral. La moral es vana si no está acompañada de sanción, y no hay sanción más eficaz que la de una divinidad capaz de suplir los errores e insuficiencias de la autoridad humana; pero, ¿y si no hay divinidad? Poco importa. Todo lo que es útil al mundo y es bueno en la práctica, es verdad. En consecuencia de lo cual, la Convención, ni corta ni perezosa, adoptó un catecismo en quince artículos”.

“El artículo primero reconocía la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma. Los artículos 2 y 3 enumeraban los deberes para con el Ser Supremo, a saber: el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia. Los artículos 4 al 10 instituían fiestas que habían de recordar al hombre ‘el pensamiento de la divinidad y la dignidad de su ser’. Estas fiestas eran, el 14 de julio, el 10 de agosto, el 21 de enero y el 31 de mayo; más treinta y seis fiestas, una cada diez días, a la Gloria del Ser Supremo, de la República, de la Justicia, del Pudor, de la Frugalidad, del Estoicismo, de la Fe conyugal, etcétera. Los otros artículos mantenían la libertad de cultos, pero castigaban rigurosamente las “reuniones aristocráticas” y las “predicaciones fanáticas”. La primera fiesta quedó fijada para el 20 de prairial, que resultaba ser el domingo de Pentecostés (8 de Junio de 1794)”.

“Fue una cosa bastante ridícula. Ante el pabellón central de las Tullerías, que coronaba un colosal gorro frigio, se elevaba hasta la altura del primer piso un anfiteatro de follaje sobrecargado de flores, de jarrones, de banderas y de estatuas. En la parte baja, una estatua del Ateísmo, de estopa, en cuyo interior se encontraba una pequeña Sabiduría incombustible. En el Campo de Marte, la inevitable y simbólica montaña, provista de todos sus accesorios: una columna de cincuenta pies, una gruta, senderos abruptos, cuatro tumbas etruscas, una pirámide, candelabros, un templo griego y un altar”.

“[...] los programas del espectáculo se habían repartido por millares. A las cinco de la mañana, concentración. [...] A las ocho, salida para las Tullerías, en fila y marcando el paso. Las ciudadanas, de blanco; los ciudadanos, llevando ramos de laurel y los niños, con cestas de flores. A las diez, salva de artillería, música, llegada de la Convención. Robespierre, [...], se instaló en un sillón aislado y leyó un corto sermón que le preparó un antiguo cura. Los coros de la Ópera, acompañados por los individuos de las secciones, entonaron el himno: ‘Padre del universo, suprema inteligencia...’. Robespierre descendió del trono, prendió fuego al Ateísmo de estopa y la Sabiduría incombustible apareció embadurnada de hollín. Salida para el Campo de Marte en procesión: las secciones por orden alfabético, tres músicas militares, cien tambores, un carro de la Libertad arrastrado por dieciocho bueyes, los diputados con un ramo de flores en la mano y Robespierre, vistiendo frac azul, bien destacado veinte pasos delante de todos los demás. Dan todos la vuelta a la montaña; los diputados y los coros trepan por los senderos escarpados y cantan: ‘Padre del universo, suprema inteligencia’. Al terminar la última estrofa, truenan horrísonamente los cañones, los niños arrojan flores y los ‘sans culottes’ de ambos sexos se besan. Y aquí termina todo. La Convención vuelve corporativamente a las Tullerías y los ciudadanos que aún tienen asignados se dispersan por las tabernas”.

“La fiesta del Ser Supremo había sido la apoteosis de Robespierre. El portaestandarte de la revolución se había hecho el amo. Todos los días le llegaban cartas de adoración... ‘Admirable Robespierre, antorcha, columna, piedra angular de la República...’ ‘Quiero saciar mis ojos y mi corazón de los rasgos de tu rostro...’ ‘Protector de los patriotas, genio incorruptible, montañés despierto, que ves todo, prevés todo, conjuras todo...’ ‘Tú eres mi suprema divinidad, te miro como a un ángel tutelar...’
. ¿Qué hubiese pensado de todo esto el bueno de Robespierre si supiera que quedaban pocos días para que le guillotinasen?

Como decía Cherteston; “cuando el hombre deja de creer en Dios es capaz de creer en cualquier cosa”. Todo esto no pasaría de ser una mascarada chusca y grotesca si no fuese porque justo en esas fechas, tenían lugar las terroríficas masacres a que me he referido antes.

En 1795 se volvió a permitir la libertad de culto. A partir de ese momento, empezó a producirse un renacimiento católico. Las iglesias se empezaron a llenar de nuevo. Pero el nuevo rebrotar del catolicismo produjo una nueva reacción. Se intentó por todos los medios que el pueblo abandone sus costumbres cristianas. “Para impedir a los católicos practicar la abstención de carne, se prohibe la venta de pescado los días de ayuno; en cada década (el día de descanso de cada diez días), destacamentos de policía recorren los campos para obligar al descanso a los trabajadores. [..] hacen fuego sobre los aldeanos ocupados en la tierra; [...] imponen una multa a una anciana de ochenta y dos años por hilar con su rueca a la vista de la calle. Las tiendas no pueden abrirse en las décadas ni cerrarse los domingos. [...] son procesados 350 hortelanos por no haber concurrido al mercado un ex domingo. Se volvió a obligar a los sacerdotes a juramentarse. En un año fueron enviados la Guayana francesa, 1448 sacerdotes franceses y 8234 belgas”. Pero no olvidemos que los belgas habían sido liberados por la gloriosa revolución francesa.

La pregunta del millón de dólares es: ¿Hay alguna relación causa-efecto entre la apostasía del auténtico Dios y las masacres que tuvieron lugar? La respuesta es, a mi modo de ver, un rotundo sí. A fin de cuentas éste es el único denominador común entre las purgas de Stalin, el holocausto nazi y la Revolución francesa, los tres horrores sin parangón en la historia de Occidente. No me cabe duda de que la democracia hubiese llegado igual, si no antes, sin semejante barbarie. De hecho, Occidente no aprendió la democracia de Francia, sino de Inglaterra, en la que allá por el siglo XIV, el rey, Juan sin Tierra, muy a su pesar, tuvo que otorgar la Carta Magna a la baja nobleza, para lograr su apoyo. De ahí arranca un lento proceso que acaba en la democracia, principalmente en los Estados Unidos. Poco o nada tuvo que ver Francia y su revolución en este proceso. La maravillosa revolución francesa acabó, en cambio, en un tirano, que se autoproclamó emperador y asoló y saqueó Europa, sumiéndola en un baño de sangre –para liberarla, naturalmente. Esta maravilla se prolongó durante un convulso siglo XIX en una restauración borbónica, en otras revoluciones y en un segundo imperio, si no tan sangrientos, sí tan inútiles como el primero. Lo verdaderamente sorprendente es que la propaganda ideológica y chauvinista haya hecho de la revolución francesa algo así como la gran salvadora de la humanidad. Creo que tiene razón Pierre Gaxote cuando afirma: "No tengo por qué disimularlo: la historia de la revolución francesa es una historia mediocre, tanto por sus ideas como por sus hombres. No es grande más que por la majestad presente de la muerte ”.

15 de noviembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (y VIII)

Tomás Alfaro Drake

Esta es la octava y última entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I realizada el 6 de Septiembre.

¿Cuál es la situación de la civilización Cristiana Occidental? ¿Cuál puede ser su futuro?

Siempre que he leído “El estudio de la historia” me he hecho la pregunta de la situación en la que se encuentra la civilización Cristiana Occidental. ¿Ha sufrido ya el colapso o está todavía en su fase de desarrollo? Toynbee también se hace esa pregunta y opina que nuestra civilización, aunque está en los tiempos revueltos, no ha sufrido todavía el colapso. Pero las incitaciones a la que se ve enfrentada son tales y de tal calibre que no es muy optimista sobre su capacidad para encontrar respuestas. “El estudio de la historia” termina en 1951. Sería muy largo resumir aquí todo el análisis de Toynbee que, además dejaría fuera algunas cosas que, en el momento histórico en el que escribió su magnífica obra, ni siquiera se planteaban. Voy a hacer por tanto un extractadísimo resumen al que añadiré algunas de esas cosas inexistentes en su tiempo. Por supuesto, tal y como dije en la introducción de esta serie, es parte de su objetivo inquietar a sus lectores, despertar su consciencia para que ellos mismos se hagan la pregunta, se la respondan a su manera y actúen en consecuencia.

Lo primero que debo decir es que, para Toynbee, todas las civilizaciones existentes hoy día, a excepción de la Cristiana Occidental y, tal vez, la Islámica –es decir, la Cristiana Ortodoxa Rusa, las dos del Lejano Oriente y la Hindú, han sufrido ya colapso y están siendo absorbidas por la Cristiana Occidental. De la Islámica tiene sus dudas.

Históricamente, ve cómo nuestra civilización ha ido soslayando una y otra vez episodios que podrían haber supuesto el golpe de gracia militar de uno de los estados parroquiales sobre los demás. En el siglo XIII los franceses estuvieron a punto de conquistar Inglaterra bajo el reinado de Juan sin Tierra, en lo que hubiese sido un “remake” de la guerra del Peloponeso. Llegaron incluso a tomar Londres en 1216. Esto forzó al rey Juan a conceder a la baja nobleza inglesa la Carta Magna, primer paso hacia la democracia occidental, para que le ayudasen a repeler la invasión y expulsar a los franceses de Inglaterra. Dos siglos más tarde, en la guerra de los Cien Años, fue Inglaterra quien podría haber asestado el golpe sobre Francia. Llegó también a tomar París, pero la aparición de Juana de Arco supuso un revulsivo que movilizó las energías francesas hacia la victoria hasta que expulsaron a los ingleses. Más tarde le llegó el turno a España, bajo Carlos V, pero las guerras de religión por un lado y la separación sucesoria de la corona de España y el Imperio por otro, lo evitaron. La derrota de la Armada Invencible, en un intento de Felipe II por conquistar Inglaterra, supuso el final de las aspiraciones españolas. Los siglos XVII, XVIII y XIX, fueron un tira y afloja de las potencias europeas en busca de un equilibrio de fuerzas, con alianzas siempre cambiantes, para evitar el triunfo de cualquiera de ellas sobre las demás. Así se conjuró el peligro de que Napoleón Bonaparte lograse dar el golpe de gracia. Ese equilibrio inestable estuvo otra vez a punto de romperse en el siglo XX con el doble intento de hegemonía total de Alemania que provocó las dos guerras mundiales. Es cierto que hay quien compara la actual hegemonía americana sobre Occidente con el imperio Romano. Pero ni los orígenes ni las formas de esas hegemonías son comparables. Los Estados Unidos jamás han intentado el asalto militar a Europa, salvo para sacar las castañas del fuego a ingleses y franceses en las dos guerras mundiales. Su hegemonía dista mucho de ser la de un Estado Universal impuesto por la fuerza de las armas sobre Occidente, como el que supuso Roma para la civilización Helénica.

Por otro lado, la civilización Cristiana Occidental ha dado respuesta a grandes incitaciones. Ha sido capaz de evitar la aparición de un proletariado interno gracias a la democracia y a un desarrollo económico sin precedentes que ha mejorado de forma impresionante el nivel de vida de toda su población. Todos los augurios de hundimiento del capitalismo occidental alimentados por el régimen comunista soviético –que es una etapa del Estado Universal de la colapsada civilización Cristiana Ortodoxa Rusa– han fallado estrepitosamente. Al contrario, la civilización Cristiana Occidental ha sabido soslayar la falsa respuesta futurista dada por la minoría creadora marxista fracasada. Ha sido, en cambio, el régimen soviético el que se ha hundido. De la misma forma, también ha sabido rechazar la respuesta arcaizante de las fracasadas minorías creativas nazi y fascista. El peligro de la creación de un proletariado interno importado, el de los esclavos negros traídos de África, ha sido soslayado con la abolición de la esclavitud. Con una mezcla de amor y odio, es cierto, pero el proletariado externo de la civilización Cristiana Occidental, que ya no son pueblos bárbaros, sino miembros de otras civilizaciones colapsadas, en desintegración o muertas, anhela en mayor o menor medida integrarse en ella. Estos son algunos de los hitos que han supuesto respuestas a las durísimas incitaciones que se le han presentado a la civilización Cristiana Occidental.

La educación es otro de los campos en los que Toynbee ve un avance de la civilización Cristiana Occidental, que puede, sin embargo, convertirse en un peligro. Le cito textualmente en este punto. “También había obtenido cierto éxito [La Civilización Cristiana Occidental] al verse frente al impacto de la democracia sobre la educación. Al abrir a todos una casa de tesoros intelectuales, que desde los albores de la civilización había sido un privilegio celosamente guardado y opresivamente explotado por una pequeña minoría, el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la humanidad una nueva esperanza[1], aunque al precio de exponerse a un nuevo peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran ‘condicionar’ a sus víctimas hasta el punto de impedirles que continuaran su educación de modo que llegaran a hacerse inmunes a tal explotación”. Hoy en día parece que la educación está derivando hacia cuestiones puramente técnicas y utilitaristas, obviando la búsqueda de la verdad sobre el hombre y su situación en el mundo. Si este proceso no se invierte, aumentará el público semieducado, carne de cañón para la manipulación por parte de “grupos de presión, partidos políticos y gobiernos”, totalitarios o democráticos.

A pesar de estos éxitos, el panorama de nuestra civilización dista mucho de ser idílico. Por un lado, se observan en ella prácticamente todas las actitudes descritas por Toynbee como el cisma en el alma de una civilización en desintegración.

Abandono, deserción, sentido de estar a la deriva, sentido de pecado, en el sentido de Toynbee –al menos en algunas personas con una, quizá, demasiado rígida religiosidad formalista que ven los males que aquejan a la sociedad como un castigo divino–, sentido de promiscuidad –en su doble vertiente de vulgarización y barbarización–, arcaísmo –como el nazismo, añorando el mundo mitificado de los superhombres y los dioses germánicos–, futurismo –como el comunismo, dispuesto a sacrificar el presente de las personas a la dictadura del proletariado por el supuesto paraíso futuro de la sociedad socialista– y desapego. Sólo me he atrevido a quitar de la lista la actitud de autocontrol, martirio y la de sentido de unidad. También aparece, y en este caso como un rayo de luz y de esperanza, en una minoría, la actitud de transfiguración y, la de evangelismo, ésta última en el sentido de Toynbee y en el literal.

Por otro lado, como dije al principio de este resumen, toda respuesta de éxito a una incitación da lugar a nuevas incitaciones más exigentes que las anteriores.

Una de las grandes incitaciones de nuestra civilización, es integrar a las civilizaciones muertas o en desintegración, sin que se conviertan en proletariados internos. No es fácil. Hoy, el crecimiento de las economías occidentales, unido a su bajo índice de natalidad, hace necesaria la importación de grandes masas de mano de obra de otras civilizaciones o de civilizaciones absorbidas hace siglos por la nuestra. Pero esa importación no se produce desde la libertad, sino que los que vienen lo hacen porque “más cornadas da el hambre” en sus países de origen. Tienen que elegir entre ser proletariado interno allí o aquí. Y esto no es una respuesta. La respuesta sería que esas masas de emigración pudiesen ganarse la vida dignamente, si así lo quisieran, en sus países de origen. Pero si esta incitación se responde con éxito, ¿quién sacaría adelante a un occidente envejecido por la falta de natalidad?

Una de las civilizaciones que más difícil parece de integrar es la Islámica. Frente a este reto hay quien propugna una alianza de civilizaciones. Pero, en general, esta propuesta se hace desde una perspectiva de renuncia a las identidades religiosas de ambas civilizaciones. Esto es, por un lado, imposible para la Islámica y, por otro, perjudicial para la Cristiana Occidental. Es evidente que este entendimiento entre civilizaciones sólo se puede lograr con un decidido apoyo –económico, político y social– desde todo Occidente a la mayoría de los musulmanes moderados, secuestrados por minorías dominantes radicales, para que puedan hacer en el Islam una reforma religiosa, como la que supuso el cristianismo para el judaísmo, en la que aparezca alguien, un genio o una minoría creadora, que sea capaz de un equivalente al sermón de la montaña de Cristo que diga: “Habéis oído decir ‘ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’; pero yo os digo: ‘Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen’[2]. ¿Está capacitado Occidente para promover y defender algo así?

Terminar con el hambre y la pobreza extrema en el mundo es otra de las grandes incitaciones a las que se ve enfrentada la civilización Cristiana Occidental. Indudablemente, tiene los medios para hacerlo pero, ¿está dispuesta, más allá de gestos, encomiables, sí, pero que buscan más acallar la conciencia que solucionar el problema? ¿Tenemos el convencimiento ético de que es nuestra obligación moral hacerlo?

Junto a las incitaciones anteriores aparece, terrible y ominosa, la del medio ambiente. No voy a entrar aquí en la polémica del cambio climático(ver entrada en el blog; Sobre el cambio climático, publicada el 7 de Febrero del 2008, pero es indudable que si todos los habitantes del planeta consiguiesen su lícita aspiración de vivir como vivimos en Occidente, los retos medioambientales de todo tipo serían formidables. Desde luego, la superación de esta incitación, como la de la anterior, pasa por un drástico cambio hacia una cultura de la generosidad y de la austeridad, muy lejana de la de nuestra civilización. La tecnología, fruto precioso de la inteligencia humana, puesta al servicio de estos fines, puede ser un medio de inmenso valor. Es la tecnología la que ha hecho estériles todas las profecías malthusianas sobre el colapso de la humanidad. Pero, ¿está la cultura Occidental orientada a hacer de la tecnología un medio para responder a este tipo de incitaciones o estamos endiosando la riqueza que permite crear poniéndola al servicio del egoísmo humano?(Ver entrada al blog; Tecnología, desarrollo material y espiritualidad, publicado el 13 de Septiembre del 2008)

Seguro que son muchas más las incitaciones a las que se enfrenta la civilización Cristiana Occidental para salir airosa de la prueba. Y si encuentra las respuestas, aparecerán nuevas incitaciones como consecuencia de esas respuestas. No es difícil ver que todas las respuestas que se puedan encontrar tienden hacia una eterealización sin la cual parecen imposibles. Y también es fácil constatar que la cultura occidental camina en la dirección contraria a la eterealización. ¿Entonces?

Si estas batallas han de ganarse, se ganarán, sobre todo, en el terreno espiritual. El mundo del siglo XX, que alguien ha dado en llamar el siglo de las ideologías, ha demostrado hasta la saciedad que los intentos de distintos signos de establecer un paraíso puramente material en la tierra, han acabado en un sangriento fracaso. A pesar de estas lecciones de la historia reciente, creo que se está perdiendo la batalla por recuperar lo que un día fue el alma de nuestra civilización. Lo que un día fue la fuerza creadora de su estilo se ha convertido hoy en una sombra. Los principios cristianos que dieron vida a nuestra civilización van, poco a poco, secularizándose. De su secularización a su negación hay sólo un pequeñísimo paso, como puede constatarse con el avance del aborto, la eutanasia y otros crímenes contra la vida y la dignidad humanas. Es un proceso que empezando con Descartes y el racionalismo y pasando por Kant, Hegel y el idealismo absoluto, ha acabado en el más craso relativismo y el escepticismo total respecto a la verdad (Este proceso está descrito con detalle en una larga serie de 13 entradas en este blog bajo el título de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” publicadas entre el 21 de Enero del 2008 y el 20 de Julio del 2008). Y ese relativismo escéptico y cínico ha degenerado en tristeza, frustración, falta de valores, falta de sentido y, en última instancia, odio a la propia civilización y a lo que un día fue su estilo. Escribe Paul Valéry[4], ya en 1919: “Y, ¿en qué consiste ese desorden de nuestro Occidente[5] mental? En la libre coexistencia, dentro de los espíritus cultivados, de las ideas más dispares, de los más opuestos principios de vida y conocimiento. Esto es lo que caracteriza a una época moderna... Occidente de 1914 ha llegado, quizá, al límite de este modernismo. Cada cerebro de cierto rango es una encrucijada para todas las razas de opinión; cada pensador, una exposición universal de pensamientos... [...] El Hamlet europeo contempla millones de espectros. Pero es un Hamlet intelectual, un Hamlet que medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Tiene por fantasma todos los objetos de nuestras controversias; tiene por remordimientos los títulos de nuestra gloria". ¡Si Valéry levantase la cabeza! Occidente vive hoy día, junto con el mayor progreso material de la historia de la humanidad, el mayor desencanto. Generaciones enteras que no encuentran el sentido de la vida y que se mueren de hambre espiritual en medio de un océano de opulencia, dan lugar a una apatía generalizada, aunque con brillantes excepciones. ¿Podrán las generaciones de la abundancia dar respuesta a las grandes incitaciones que se presentan? ¿Tendrán el nervio y la capacidad de sacrificio para ello? Porque son ellas las que tienen que buscar respuesta a esas grandes incitaciones. Y esta falta de sentido que acosa a las actuales generaciones ha dado paso, como se ha dicho antes, a una revuelta contra el estilo de nuestra civilización, que viene marcado por el cristianismo. En toda esta serie, llamo –como lo hace Toynbee– a nuestra civilización, Cristiana Occidental. Pero, ¿es cristiana? ¿Puede encontrar nuestra civilización su esencia, su sentido, negando sus raíces? Y si la luz que hay en nosotros no es sino oscuridad, ¿cómo serán nuestras tinieblas?, ¿cómo vamos a irradiar luz hacia fuera?

Toynbee ha suscitado en mí una cuestión vital. Si la Civilización Cristiana Occidental entra en desintegración, ¡ay de mí!, ¡ay de todos! Somos simples títeres en la cuerda floja de una Historia muerta. De una Historia que tiene que volver a empezar desde el principio. Me impresiona la imagen que propone Toynbee, y que comenté en la primera entrega de esta serie, de las Civilizaciones como trepadores que suben por un escarpado acantilado en varias cordadas, dándose el relevo de madres a hijas en cada una. Algunas de ellas, las Civilizaciones en desintegración, se caen del risco. Ahora sólo queda una, la que termina en la Civilización Cristiana Occidental. Pero resulta que por mor de la globalización, todas las cordadas están unidas en una superior. Y todas dependen de la suerte de la Civilización Cristiana Occidental. Las colapsadas que aún no se han desintegrado –la Islámica, la Hindú, las del Lejano Oriente y la Cristiana Ortodoxa Rusa–, dependen del dudoso agarre de la nuestra al risco. Si todavía no hemos llegado a colapsar, si todavía hay esperanza –siempre la hay, la libertad humana supera todo determinismo–, entonces la supervivencia depende de nosotros, los hijos de esta civilización. Entonces, el peso de una pluma puede decantar a nuestro automóvil, balanceándose al borde del abismo, a caer o a poder dar marcha atrás y salvarnos a nosotros y a las otras Civilizaciones. Creo que la respuesta a estas incitaciones tendrá que tener un grado de eterealización inmensamente mayor que todas las que ha sabido dar hasta ahora la humanidad. Un grado de eterealización superior incluso al que dio lugar a la aparición de religiones superiores en el seno de las civilizaciones de 2ª generación en desintegración. Una eterealización que vaya unida a un evangelismo –en la terminología de Toynbee y en sentido literal– que haga capaz a nuestra civilización de extender su religión y su Iglesia a todas las demás, por la convicción y el amor, no, desde luego, por la fuerza. Tal vez de forma similar a como lo hizo el cristianismo primitivo en el Imperio Romano. Esta combinación de eterealización y evangelismo debería dar lugar, si la respuesta tiene éxito, a una nueva civilización, la de la Justicia y el Amor. Debo decir, para respetar el pensamiento de Toynbee, que él, como agnóstico espiritual que era, veía la materialización de este reino espiritual como realizado por una especie de sincretismo entre todas las religiones superiores.

Llevado tal vez de mi optimismo, creo que esta respuesta sobreeterealizada es posible. Siento la primavera bajo el hielo de este invierno espiritual. Percibo la germinación de nuevas fuerzas de pensamiento y espirituales. En el mundo de la filosofía, en el siglo XX han aparecido corrientes, como la fenomenología y el personalismo, que pretenden regenerar el camino mal recorrido hacia el vacío desde la Ilustración[6]. En el mundo religioso, dentro de la Iglesia católica se está produciendo un renacimiento de movimientos y corrientes religiosas, suscitadas por el Espíritu Santo, que la están renovando desde dentro. Creo que éstas son las nuevas minorías creadoras que, tras decenios de retiro en una vida latente previa la aparición de toda minoría creadora, empiezan una fase de retorno en la que tal vez puedan encontrar las necesarias respuestas a las incitaciones planteadas. Pero también pueden ser convertidas en chivos expiatorios por el resto de la civilización. Es un riesgo que tienen que estar dispuestas a correr. Estas minorías creadoras pueden ser el peso de la pluma que tal vez decante el balanceo del automóvil hacia tierra firme en vez de hacia el abismo. Si hay un proceso claro en la historia, éste es el de la aceleración del tiempo. Los procesos históricos que antes duraban siglos, se suceden ahora con increíble rapidez. Por eso, me parece posible que lo que fueron los largos siglos entre las civilizaciones de 2ª y 3ª generación se transformen en un solapamiento entre la civilización Cristiana Occidental y la nueva civilización de la Justicia y el Amor que englobe a todas las demás. Que antes de que esta civilización de tiempos revueltos colapse o muera, pueda haber nacido la otra, de forma que la madre vea y reciba a la hija y sea salvada por ésta. Pero me parece imposible que esto ocurra únicamente con nuestras pobres fuerzas humanas. Ya hemos visto en qué han acabado los paraísos que se han intentado construir con sólo esas fuerzas. También Toynbee lo cree así, aunque no apele de forma directa al Dios cristiano. Yo creo que necesitamos la ayuda de nuestro Dios. No de cualquier dios. Del Señor de la Historia. De un Dios que ha entrado en la Historia encarnándose en Jesucristo para traer el Reino de los Cielos a esta tierra. De un Jesucristo que nos ha dicho: “Sin mí no podéis nada” pero “no tengáis miedo”, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. De un Dios que ha querido que el Reino de los Cielos sea la culminación de un largo proceso histórico llevado por el hombre, con su ayuda y su presencia, a través de su Iglesia. Una Iglesia iluminada por el Espíritu Santo, eterealizada, pero regida por hombres, asumiendo el riesgo de militar en la tierra, pero evitando toda exclusión. Antes bien respetando todo lo que de positivo tengan otras religiones, para construir esta nueva civilización sobre el cimiento de Cristo, Dios encarnado en la Historia. Como cristiano, pienso –a diferencia de Toynbee– que si Dios ha entrado en la Historia encarnándose en Jesucristo, Él tiene que ser el cimiento de esta respuesta. Naturalmente, como he dicho hace unas líneas, por la convicción y el amor. Cimentar todo en Cristo no es anular las otras religiones, sino penetrarlas de Él, justificarlas a través de Él. ¿Es la visión de esta civilización de la Justicia y el Amor un sueño? ¿Ingenuidad? Puede, pero sólo así la Historia tiene sentido. Siempre las minorías creadoras han sido tachadas de visionarias por la masa de los que se resistían a su respuesta, pero “nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. Como dijo André Malraux, “el siglo XXI será el siglo de la espiritualidad o no será nada en absoluto”.

Me gustaría ser uno de los hilos de la pluma. Me gustaría ser parte de esa minoría creadora.

[1] Conviene recordar aquí que el primer paso hacia la democratización del saber vino con la fundación de las Universidades, llevada a cabo por la Iglesia allá por el siglo XIII.
[2] Mateo 5, 43-44. Cfr. todo el sermón de la montaña, Mateo 5,1 – 7, 29.
[4] Paul Valéry, Variedad.
[5] Valéry habla de Europa. Yo me he permitido sustituir Europa por occidente. Tal vez tenga él razón. Tal vez sea en otras zonas más jóvenes de Occidente que no son Europa donde más fácilmente pueda surgir la minoría creadora que necesitamos.
[6] Vuelvo a hacer referencia a la serie de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” citada en una nota anterior para explicar en que consiste este renacimiento filosófico.